Por: Alejandro Santos
Cuando la negligencia y la falta de previsión se convierten en la norma para construir obras de infraestructura pública o privada, las consecuencias se revelan con fuerza cada vez que la lluvia cae sobre nuestro país.
Se conocen con certeza las deficiencias en el manejo de las aguas pluviales; sin embargo, una y otra vez se repiten los desplazamientos, los heridos y las muertes provocadas por inundaciones.
La falta de voluntad para asumir responsabilidades y resolver de raíz esta problemática convierte a las localidades inundadas en aldeas primitivas. Ver cómo las calles se transforman en ríos crecidos que arrasan con todo a su paso, o cómo hogares enteros quedan anegados en cuestión de minutos, resulta tétrico. Familias enteras lo pierden todo en un instante.
Vivimos a expensas de las lluvias, que en lugar de ser motivo de alegría para la fertilidad de la tierra, se convierten en una amenaza constante en la capital dominicana y en el Gran Santo Domingo. Increíblemente, las dos principales demarcaciones del país presentan imágenes que evocan el “Macondo” de Gabriel García Márquez.
Nuestra vulnerabilidad frente a las lluvias no es producto exclusivo de la naturaleza. En el caso dominicano, se da mayor importancia a la apariencia que a la planificación. El resultado es un crecimiento urbano desordenado y populista, fruto de décadas de improvisación y de la falta de políticas públicas sostenidas. Hemos deforestado laderas, rellenado humedales y permitido construcciones en zonas inadecuadas. La ciudad, en vez de adaptarse al agua, se ha levantado como si pretendiera rechazarla.
El problema también tiene un rostro social. Son los sectores más empobrecidos quienes sufren con mayor crudeza los efectos de las lluvias. En barrios donde las viviendas son de zinc o madera, sin pavimento ni alcantarillado, un aguacero significa perder lo poco que se posee. Allí, la vulnerabilidad se traduce en angustia, enfermedad y desesperanza.
En las inundaciones de noviembre de 2023, por ejemplo, se estimó que unas 340,000 personas resultaron afectadas en provincias como Duarte, Santo Domingo, San José de Ocoa, Barahona, Bahoruco, San Juan, Azua, entre otras. La vida dominicana está marcada por dramas sociales y familiares que reflejan esta situación de indefensión.
Las ciudades necesitan un cambio profundo y urgente. No basta con limpiar imbornales a la carrera ni con levantar muros de contención después de cada desastre. Se requiere una visión integral: planificación urbana responsable, inversión en drenajes modernos, reforestación de cuencas, educación ciudadana y un sistema de alerta temprana que realmente salve vidas.
Si no comprendemos que la lluvia seguirá siendo parte de nuestra historia y que debemos convivir con ella de manera inteligente, seguiremos condenados a repetir el mismo drama una y otra vez. La verdadera vulnerabilidad no está en el cielo, sino en nuestra falta de previsión.